lunes, 9 de junio de 2025

Cap. 1, Sec. 1

 Capítulo 1: El sidrolito

Sección 1: Los marcados del Epson Hall

Corregido por Alexis García Hernández 

Si hablaras sobre Alex Red, creerías qué tuvo la vida de un niño corriente, de los que se atiborran de dulces y escuchan las grandes historias de héroes. Un chico normal, que ahora ya joven, repasa su tarea de química. 

Pero detrás de esa sonrisa fresca, esos labios finos, comparable en magnitud a su pelo rubio natural, tan largo como cascada (hacia el plexo solar) sobre su cuerpo algo deshilachado; Alex escondía un conjunto de reflexiones tristes, apagadas, a las que se aferraba. Dotado de brazos temblorosos y torpes, piernas velludas y musculosas, aunque no hacía mucho ejercicio, en sus ojos color avellana, se transmitía un halo de misterio. 

El sentimiento de soledad crecía en su interior con el transcurrir de los años; a la par de los pensamientos intrusivos. 

Pero eso, ni de cerca era lo peor. Según rumores viles, habían sido los únicos sobrevivientes en algún tipo de tragedia (tenía 2 años, casi 3) 

Regularmente, la gentuza citaba burlonamente, —en aquella peculiar celebración—, y de ahí, ideas tan disímiles y disparatadas, alrededor de un cúmulo desafortunado de eventos, en el que perecieron varios familiares e invitados. 

Mientras más auscultaba los pormenores, invenciones de la gente, seguramente, surgía ese pensamiento constante que le perseguía, “si esas personas formarán parte de su vida, quizás fuera feliz”.

Comprendía que su existencia representaba un milagro, “si estaba muerto, tal vez fuera mejor”. Esa idea le hacía daño de una manera indescriptible. Mientras, todo su mundo giraba en torno a la exigente y trabajadora madre: Linda Red. No tenía amigos ni conocidos destacables.

La excepción por la parte materna era “aquella vecina tan poco agraciada, sin sentido alguno de la moda, chiflada y pelirroja” que amorosamente los saludaba y con la que Alex, no gozaba de gran afinidad. Vivía justo al lado de ellos, en el No 1408 del Epson Hall, rayando la esquina de la calle 117. Se pasaban de chismes matutinos, ella y su madre, en el patio colindante. 

 Finalmente, estaban sus actuales compañeros de curso de Ingeniería en Sistemas, carrera que estudiaba en la prestigiosa Universidad de Epson, los cuales solían rechazarlo. Para el resto de la gente, sencillamente Alex no existía, y si lo hacía, por inadmisible que suene, no se evidenciaba la mejor opción, pues tratar de pasar desapercibido para los Red resultaba imposible, a no ser que fueran totalmente ignorados.

Como consecuencia probable de la historia familiar, Alex y Linda poseían unas extrañas formas irregulares, que envolvían el pie derecho enteramente desde la rodilla hasta el talón. Parecía esto atraer una maldición. Constituía un horror para la mente frágil de Alex, que trataba de encontrarle alguna lógica. Ni siquiera su inmutable intento de cubrirla con ropa resolvía. Por el contrario, a Linda que no le importaba en lo más mínimo.

Ni de infante creía en la sarta de tonterías que escuchaba por doquier. La gente trataba de justificar una matanza, sin saber la verdad. “¿Cómo, cómo pudo haber sobrevivido?, con apenas esa firma corpórea, como quemadura, ¡vaya exactitud de las llamas!"

Cada vez que podía, Alex especulaba maliciosamente sobre ello. A pesar de las numerosas reiteraciones de su madre, sobre la supuesta disparidad de la marca de ella - es matemática de bodega-, repetía fastidiosamente. No concordaba con Linda, se mostraban bastante semejantes. Parecía algo sacado de un libro de las singularidades jamás vistas, si existiese. Tal vez poseía una gran imaginación, lo cual no dudaba tampoco.

Desgraciadamente, carecía de explicaciones, por más incoherente que sonaran aquellas historias de barrio. La única persona poseedora de toda la verdad, su gordiflona Linda, mantenía una actitud de recelo y secreto mortificante. Intentar sacar el tema en casa, suponía perder abrumadoramente el tiempo.

“Quizás no estaba preparado para escuchar la verdad”, pensaba siempre a sus negativas. Por eso, Alex no se tomaba en serio a sí mismo. Rememoraba sobre sus largos ratos junto a Diddie, el amigo imaginario. Se colaba otra vez en aquel armario, a robar la breve colección de fotografías del cuarto de su madre. “¡Cuánto diera por algún comentario agregado!”

Le divertía conjeturar, principalmente sobre si alguno de ellos era su padre, no tenía ni idea. A ciencia cierta, fotografías de otra época, y no del año 254 de Kronos que transcurría. Cumpliría 21 años de edad, ese mismo fin de semana, el domingo 11 de mayo, un tiempo tan vacío como sin rumbo. 

Ni eso le alentaba, había desgastado cada una de sus armas, para evitar la depresión, escondía un dolor inmenso en aquel corazón. Por más desgraciado e infeliz que se sintiera, al menos no tener conciencia de lo ocurrido, podía ser liberador. No debía ser fácil sostener esa carga que sí arrastraba su madre.

El amor se deriva de la aceptación. Por su madre sonreía cada vez que le abrazaba con ternura, incluso como respuesta a esos que los miraban con horror o chanza. No hay mayor belleza que la del alma, y aunque no tiene sensatez dada las circunstancias, su madre tenía un rostro, limpio y hermoso.

Para la madre, su ayuda se tornaba incondicional, gratificaba hacer esas tareas tan peculiares que le mandaba. Inclusive estaba dispuesto a socorrer a cualquiera que lo pidiera, pero hasta una anciana, una vez le dio un coscorrón con su bolso, para que ni se atreviera ayudarla a levantarse. 

Mientras, Alex atesoraba la mayor cantidad de información del mundo. Aprender lo hacía sentirse vivo. “Si llegara a ser alguien, quizás la gente mirara más allá de sus narices, y fuera respetado al fin”. Lloriquear y quejarse no cambiaba el escenario, pero mofarse de todo tampoco, aunque un respiro no estaba mal. Reconocer las cosas pequeñas que agradecer, lo mantenía cuerdo, sin embargo, la mayor parte del tiempo, Alex daba vueltas entre sus pensamientos por incontables horas, le costaba concentrarse.

Alex exageraba en sus tentativas por agradarle a todos, era un ciudadano responsable con el cuidado medioambiental, e inclusive destacaba académicamente. En cada curso terminaba como Top 3 de su generación, pero porque los profesores no soportaban darles esos puntos extras. 

Al final del día, sólo anhelaba una mirada de aceptación, pero le definían por su pasado o por su aspecto estrafalario —¡Somos la escoria de Epson!—, le gritaba a su madre, y esta lo mandaba a encerrarse en su habitación.

Epson Hall, localidad rural donde residía, formaba parte del estado de Comunidad Dahlias, y a su vez de Aldobi, país insular ungido como: “La nación de la armonía”.

Aldobi estaba compuesto por 3 islas: la más grande contenía 32 estados, entre los cuales se localizan los más influyentes del país: Comunidad Copensund, Comunidad Nórdica, Comunidad Kelly y Comunidad Albácea, donde se localiza su ciudad capital: Aldobi la Vieja. Las dos subsiguientes presentaban una extensión muy pequeña respecto a la anterior, una formaba el estado de Comunidad Isla Isabel y la otra se fragmentaba en dos: Comunidad Davas y Comunidad Dahlias.

A pesar de que Aldobi, discurría entre las economías dominantes del mundo moderno, Dahlias era un estado menesteroso excepción. Alex opinaba que Epson Hall se manifestaba como el lugar más funesto para vivir. Se la pasaba rogando a su madre mudarse de allí, ir a otro sitio con oportunidades, donde su pasado no supusiera un problema. 

No toleraba las dificultades económicas, ni como para acceder a centros comerciales, de salud u otros, había que llevar a cabo largos viajes a pie, lo que le agotaba cruelmente. Todo el aspecto de la ciudad era tan siniestro y fúnebre. 

A fin de cuentas, para qué replantearse sus exageraciones, “la cruda probabilidad decretaba que no tendría ni familia ni amigos, aunque se mudara a París”, con esos ideales es imposible experimentar paz. 

Pero la vida de Alex estaba a punto de cambiar, su historia sólo comenzaba. Aquel día, en un insólito sueño, Alex divisaba una vez más, el pez de extrañas pezuñas que surcaba el aire.
—¡Alex, Alex, Alex! —gritó una voz, se levantó sobresaltado con un ligero traspiés.
—¡Aleeeeeeeeeex!—













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